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jueves, 29 de enero de 2015

DONDE ACABA EL DOLOR

  

     Abrí los ojos y la sensación de alivio fue total al darme cuenta de que todo  había sido una desagradable pesadilla. Más que alivio sentía paz, ella estaba junto a mí y había percibido mi semblante exhausto de lucha y desasosiego.

        -       ¿Te encuentras bien?
        -       Ya sí cariño, he tenido una pesadilla horrorosa.
        -       Ya no tienes de qué preocuparte, llevo aquí un buen rato y sé que lo has pasado mal
        -       No imaginas cuánto
        -       No recuerdo qué ocurrió, me lo ha contado tu abuelo
       -       Cariño ¿estás bien? Mi abuelo falleció hace años 
       -     Ya no tienes nada de qué preocuparte Fran.

martes, 20 de enero de 2015

AL BORDE DEL PRECIPICIO


-  No cabe duda de que la vida nos coloca a veces al borde del precipicio
-  Déjame en paz
-  Y de nosotros depende la determinación que tomamos en ese justo momento
- ¿Por qué no te largas?
-  Si quieres me marcho, pero creo que hablar unos minutos nos hará bien a los dos.
-  ¿A ti? ¿Quién eres tú? Yo no puedo hacerte bien, ni, por supuesto tú a mí tampoco.
-  Te apuesto un café a que sí.
-  En el bolsillo tengo unas monedas, espero que te llegue.
-  ¿No tomarás nada?

     Una ráfaga de viento presenció el tenso silencio de Manuel.

-  Me llamo Andrés, tengo dos hijos y una mujer maravillosa, y aun así la vida me ha puesto en más de una ocasión al borde del precipicio.
-  No creo que la determinación que tomamos en cada momento dependa sólo de nosotros
-  Cierto, son un cúmulo de circunstancias
-  Y las circunstancias ahora no son muy favorables
-  Quizás tu hija te proporcione otro punto de vista
-  ¿Qué sabes tú de mi hija?
-  Nada
-  Es el ser más maravilloso que existe en este miserable planeta
-  ¿Estás seguro? Yo tengo dos hijos y también pienso que son maravillosos
-  Tus hijos son tuyos y los míos son míos
-  Claro, es cuestión de puntos de vista. Desde tu perspectiva no hay nada ni nadie que se pueda      comparar a tu hija, lo mismo me ocurre a mí con mis hijos si lo vemos desde mi perspectiva.    Justamente eso ocurre en la vida y sus múltiples contextos,  si lo buscamos, siempre, en cualquier situación, podremos encontrar un punto de vista mejor.
-  ¿Quién te ha hablado de mi hija?
-  Nadie, ni tan siquiera sé tu nombre
-  Me llamo Manuel
-  Encantado Manuel, me alegra saber el nombre de la persona con la que estoy compartiendo mi tiempo y con la que tengo al menos dos cosas en común
-  ¿Qué tenemos en común?
-  La forma de definir a nuestros hijos…
-  ¿Y?
-  Que si tú pagas el café, los dos ganamos.

     Manuel permaneció inmóvil unos segundos, como pensando en tomar una decisión importante en un momento importante: pagar dos cafés… o saltar.  

lunes, 19 de enero de 2015

LA BODA

     
      Había llegado el día, aquella misma tarde Santiago iba a casarse. Quién lo diría, aquel niño con mofletes sonrojados y rizos de plata crecería hasta convertirse en el chico que era hoy, un joven apuesto, muy trabajador, dueño de una tienda de comestibles, con un sueño a punto de cumplir, casarse con su chica, Esmeralda.

     Esmeralda no había sido precisamente una chica fácil, y a pesar de sus negativas siempre había sentido un ardiente deseo de satisfacción que ocultaba en su interior, lo que le provocaba un fuerte sentimiento de incoherencia con su propio Yo. De familia acomodada, las apariencias siempre se habían antepuesto a cualquier deseo, había sido educada para ello, y no sólo tenía que guardar su reputación, sino también la de su familia. Tal vez por ese motivo, Esmeralda había crecido como una niña recatada, de sólidos valores y futuro prometedor.


     Él había pasado los últimos 15 años trabajando en la tienda de comestibles de su padre, de la que se había hecho cargo desde que éste murió, hacía ya 2 años. Tal vez por el carácter introvertido de Santiago, quizás por su personalidad algo misteriosa o posiblemente como acto de rebeldía, Esmeralda se fijó en él, y a pesar de las diferencias sociales, comenzaron a verse a escondidas, ocultando el romance a su familia. Pero pronto se dio cuenta de que Santiago le convenía.

     Santiago se había acostumbrado a no opinar en voz alta, así había sido su relación con su padre y así había comenzado también ésta con Esmeralda. A lo largo del tiempo, Santiago había aprendido a reprimir sus sentimientos, a no expresar ni exteriorizar, formaba parte de una personalidad forjada con el paso de los años, y eso no iba a cambiar ahora, como tantas veces le había dicho su madre, Doña María, que aunque hacía cinco años que había muerto, para él estaba más presente que nunca, hablaba con ella cada día, cada instante. Como él solía decir, era una mujer de bandera, su modelo, la añoraba, tal vez demasiado.

     Pero Santiago era feliz, nunca había estado con ninguna otra mujer y no tenía ojos para nadie más. Su mayor ilusión era casarse con Esmeralda, y aunque todo estuvo a punto de truncarse cuando los padres de ella supieron del romance, al final consiguió ser aceptado, y ahora su sueño estaba cerca. Siempre había soñado con casarse con una hermosa mujer, amarla y trabajar cada día para ella. Desde muy pequeño Santiago se había visto obligado a luchar cada día, le había quedado claro que nada era gratis.

     Ella había optado por un camino fácil. Él era en una pareja ideal, el complemento perfecto a su carácter dominador, un compañero sumiso y trabajador que le haría la vida más cómoda. Con el paso del tiempo se había convertido en una relación idílica a los ojos de la sociedad.

     Y al fin había llegado el gran día, el día deseado por Santiago, y, por qué no decirlo, también por Esmeralda. Aquel cinco de agosto era un día de felicidad, él pasarí el resto de su vida junto a una mujer, y ella… aseguraba haber sido “una mujer inteligente, he hecho lo que más conviene a mi felicidad”, confesó a su prima en una ocasión.

     Aquella mañana Santiago se despertó muy temprano, aún no había despuntado el día cuando un fuerte dolor de cabeza le interrumpió el sueño. Se levantó, no sin antes echar un ojo al despertador, y fue quejándose y dando tumbos hasta la cocina. Abrió el cajón y cogió algo para el dolor de cabeza, la milagrosa píldora que su madre le daba, su madre, siempre tan presente, siempre tan íntegra, siempre tan dulce, parecía no haberse ido, no daba un paso sin recordarla. Una vez más, allí estaba ella, para quitarle ese dolor de cabeza, el mismo día de su boda. Su madre “va a la boda, le he reservado su sitio de madrina en primera fila”.

     No se encontraba bien, había dormido como un recién nacido, pero el bienestar del sueño fue interrumpido por el dolor de cabeza y pronto le vino un fuerte sentimiento que no podía explicar, era una sensación de pérdida de control acompañada de desesperanza y una tristeza subyacente que parecía haber permanecido oculta tiempo atrás, para emerger un día como hoy en el que los sentimientos afloraban desde su interior. Tomó doble ración de píldoras y se dirigió al pequeño salón. Observó tres botellas de vino vacías y un vaso sobre la mesa ¿Quién había estado allí la noche anterior? Trató de hacer memoria, pero no recordaba nada, tal vez el dolor de cabeza se lo impedía, quizás pudiera recordarlo un poco más tarde, cuando el dolor se hubiera esfumado.

     Al dirigirse al baño notó que algo chirriaba a sus pies, encendió la vieja lámpara del pasillo y pudo ver los restos de cristales rotos de alguna otra botella. Seguía sin recordar, se dirigió al baño y al mirarse al espejo vio un pálido Santiago, con grandes ojeras y ojos hinchados, seguía sin recordar. Decidió dar un paseo por el campo, testigo de sus momentos más íntimos a lo largo de su vida.

     El sol lucía ya resplandeciente y el calor azotaba fuerte. La luz incisiva atravesaba los cristales de la ventana de la habitación de Esmeralda, que a mediodía aún permanecía acostada, como acostumbraba. Era el día de su boda pero estaba tranquila, la boda era a las 8 de la tarde y ella no tenía pensado llegar antes de las nueve. Parece exagerado pero así había sido ella desde que él la conocía.

     Sobre las dos de la tarde Santiago estaba de vuelta, con mucho mejor estado físico pero semejante sentimiento. Tembloroso, abrió la puerta de su casa, entró y recogió todos los cristales. No tenía hambre, así que cogió el despertador de su mesita de noche, lo colocó encima de la mesa del pequeño salón y se sentó frente a él. Seguía sin recordar nada, pero el sentimiento que recorría su cuerpo hacía pequeño ese detalle.

    Don Rodrigo rondaba ya los ochenta. Había visto crecer a Santiago, lo había visto jugar en la calle, reír y también llorar, y había confesado a Doña María una infinidad de veces. Pocas personas conocían al chico de los rizos de plata tan bien como el párroco del pueblo. Tenía una sonrisa que amansaba a la más fiera de las bestias, y era capaz de adivinar el pensamiento con sólo observar un gesto, una expresión, una mirada. Doña María siempre decía que era “muy psicólogo”. Su relación con Don Rodrigo había superado la de cualquier otro fiel, se había convertido en su verdadero confidente, en su apoyo, ella desprendía amor en su mirada, y amaba a Don Rodrigo.

     Pasaban cinco minutos de las ocho de la tarde. Sabía que Esmeralda tardaría un rato aún, pero le extrañaba mucho el retraso de él. Lo conocía muy bien y un retraso de cinco minutos se salía de la norma, miró el reloj y decidió esperar. A las ocho y media Santiago aún no había llegado a la iglesia, así que mandó a buscarlo a su casa, el retraso le parecía extraño y quería asegurarse que todo marchaba bien.

     La puerta estaba abierta, Ramón llamó al timbre primero y golpeteó con la mano después, pero no hubo respuesta, así que decidió entrar. Santiago estaba allí, sentado en una silla, en el pequeño salón, apoyado en la mesa, frente a un despertador, muerto.

     Ramón volvió temblando, Don Rodrigo expresaba dolor, pero no sorpresa. Con ojos cansados y lágrimas asomando dijo - “ha muerto de pena”, luego miró al cielo y susurró, - Gracias Señor”. Al bajar la cabeza miró a la iglesia, los bancos estaban repletos de invitados, una luz blanca asomaba por la puerta, Esmeralda, resplandeciente, hacía su entrada triunfal.