Había llegado el día, aquella misma tarde
Santiago iba a casarse. Quién lo diría, aquel niño con mofletes sonrojados y
rizos de plata crecería hasta convertirse en el chico que era hoy, un joven
apuesto, muy trabajador, dueño de una tienda de comestibles, con un sueño a
punto de cumplir, casarse con su chica, Esmeralda.
Esmeralda no había sido precisamente una
chica fácil, y a pesar de sus negativas siempre había sentido un ardiente deseo
de satisfacción que ocultaba en su interior, lo que le provocaba un fuerte
sentimiento de incoherencia con su propio Yo. De familia acomodada, las
apariencias siempre se habían antepuesto a cualquier deseo, había sido educada
para ello, y no sólo tenía que guardar su reputación, sino también la de su familia.
Tal vez por ese motivo, Esmeralda había crecido como una niña recatada, de
sólidos valores y futuro prometedor.
Él había pasado los últimos 15 años
trabajando en la tienda de comestibles de su padre, de la que se había hecho
cargo desde que éste murió, hacía ya 2 años. Tal vez por el carácter
introvertido de Santiago, quizás por su personalidad algo misteriosa o
posiblemente como acto de rebeldía, Esmeralda se fijó en él, y a pesar de las
diferencias sociales, comenzaron a verse a escondidas, ocultando el romance a
su familia. Pero pronto se dio cuenta de que Santiago le convenía.
Santiago se había acostumbrado a no opinar
en voz alta, así había sido su relación con su padre y así había comenzado también
ésta con Esmeralda. A lo largo del tiempo, Santiago había aprendido a reprimir
sus sentimientos, a no expresar ni exteriorizar, formaba parte de una
personalidad forjada con el paso de los años, y eso no iba a cambiar ahora,
como tantas veces le había dicho su madre, Doña María, que aunque hacía cinco
años que había muerto, para él estaba más presente que nunca, hablaba con ella
cada día, cada instante. Como él solía decir, era una mujer de bandera, su
modelo, la añoraba, tal vez demasiado.
Pero Santiago era feliz, nunca había
estado con ninguna otra mujer y no tenía ojos para nadie más. Su mayor ilusión
era casarse con Esmeralda, y aunque todo estuvo a punto de truncarse cuando los
padres de ella supieron del romance, al final consiguió ser aceptado, y ahora
su sueño estaba cerca. Siempre había soñado con casarse con una hermosa mujer, amarla
y trabajar cada día para ella. Desde muy pequeño Santiago se había visto
obligado a luchar cada día, le había quedado claro que nada era gratis.
Ella había optado por un camino fácil. Él era
en una pareja ideal, el complemento perfecto a su carácter dominador, un
compañero sumiso y trabajador que le haría la vida más cómoda. Con el paso del
tiempo se había convertido en una relación idílica a los ojos de la sociedad.
Y al fin había llegado el gran día, el día
deseado por Santiago, y, por qué no decirlo, también por Esmeralda. Aquel cinco
de agosto era un día de felicidad, él pasarí el resto de su vida junto a una
mujer, y ella… aseguraba haber sido “una
mujer inteligente, he hecho lo que más conviene a mi felicidad”, confesó a
su prima en una ocasión.
Aquella mañana Santiago se despertó muy
temprano, aún no había despuntado el día cuando un fuerte dolor de cabeza le interrumpió
el sueño. Se levantó, no sin antes echar un ojo al despertador, y fue quejándose
y dando tumbos hasta la cocina. Abrió el cajón y cogió algo para el dolor de
cabeza, la milagrosa píldora que su madre le daba, su madre, siempre tan
presente, siempre tan íntegra, siempre tan dulce, parecía no haberse ido, no daba
un paso sin recordarla. Una vez más, allí estaba ella, para quitarle ese dolor
de cabeza, el mismo día de su boda. Su madre “va a la boda, le he reservado su sitio de madrina en primera fila”.
No se encontraba bien, había dormido como
un recién nacido, pero el bienestar del sueño fue interrumpido por el dolor de
cabeza y pronto le vino un fuerte sentimiento que no podía explicar, era una
sensación de pérdida de control acompañada de desesperanza y una tristeza
subyacente que parecía haber permanecido oculta tiempo atrás, para emerger un
día como hoy en el que los sentimientos afloraban desde su interior. Tomó doble
ración de píldoras y se dirigió al pequeño salón. Observó tres botellas de vino
vacías y un vaso sobre la mesa ¿Quién había estado allí la noche anterior?
Trató de hacer memoria, pero no recordaba nada, tal vez el dolor de cabeza se
lo impedía, quizás pudiera recordarlo un poco más tarde, cuando el dolor se
hubiera esfumado.
Al dirigirse al baño notó que algo
chirriaba a sus pies, encendió la vieja lámpara del pasillo y pudo ver los
restos de cristales rotos de alguna otra botella. Seguía sin recordar, se
dirigió al baño y al mirarse al espejo vio un pálido Santiago, con grandes
ojeras y ojos hinchados, seguía sin recordar. Decidió dar un paseo por el
campo, testigo de sus momentos más íntimos a lo largo de su vida.
El sol lucía ya resplandeciente y el calor
azotaba fuerte. La luz incisiva atravesaba los cristales de la ventana de la
habitación de Esmeralda, que a mediodía aún permanecía acostada, como
acostumbraba. Era el día de su boda pero estaba tranquila, la boda era a las 8
de la tarde y ella no tenía pensado llegar antes de las nueve. Parece exagerado
pero así había sido ella desde que él la conocía.
Sobre las dos de la tarde Santiago estaba
de vuelta, con mucho mejor estado físico pero semejante sentimiento.
Tembloroso, abrió la puerta de su casa, entró y recogió todos los cristales. No
tenía hambre, así que cogió el despertador de su mesita de noche, lo colocó
encima de la mesa del pequeño salón y se sentó frente a él. Seguía sin recordar
nada, pero el sentimiento que recorría su cuerpo hacía pequeño ese detalle.
Don Rodrigo rondaba ya los ochenta. Había
visto crecer a Santiago, lo había visto jugar en la calle, reír y también
llorar, y había confesado a Doña María una infinidad de veces. Pocas personas
conocían al chico de los rizos de plata tan bien como el párroco del pueblo.
Tenía una sonrisa que amansaba a la más fiera de las bestias, y era capaz de
adivinar el pensamiento con sólo observar un gesto, una expresión, una mirada.
Doña María siempre decía que era “muy
psicólogo”. Su relación con Don Rodrigo había superado la de cualquier otro
fiel, se había convertido en su verdadero confidente, en su apoyo, ella
desprendía amor en su mirada, y amaba a Don Rodrigo.
Pasaban cinco minutos de las ocho de la
tarde. Sabía que Esmeralda tardaría un rato aún, pero le extrañaba mucho el
retraso de él. Lo conocía muy bien y un retraso de cinco minutos se salía de la
norma, miró el reloj y decidió esperar. A las ocho y media Santiago aún no
había llegado a la iglesia, así que mandó a buscarlo a su casa, el retraso le
parecía extraño y quería asegurarse que todo marchaba bien.
La puerta estaba abierta, Ramón llamó al
timbre primero y golpeteó con la mano después, pero no hubo respuesta, así que
decidió entrar. Santiago estaba allí, sentado en una silla, en el pequeño
salón, apoyado en la mesa, frente a un despertador, muerto.
Ramón volvió temblando, Don Rodrigo expresaba
dolor, pero no sorpresa. Con ojos cansados y lágrimas asomando dijo - “ha muerto de pena”, luego miró al cielo
y susurró, - “Gracias Señor”. Al bajar la cabeza miró a la iglesia, los bancos
estaban repletos de invitados, una luz blanca asomaba por la puerta, Esmeralda,
resplandeciente, hacía su entrada triunfal.